El ser humano cuando vive en sociedad necesita reglas claras de lo que le está o no permitido hacer y las consecuencias que devienen de no acatarlas; tal necesidad termina plasmada en normas, leyes o simplemente códigos de conducta. Así, desde niños recibimos reglas para comportarnos en la casa, en el colegio, aún en los parques; de igual manera, en la calle seguimos normas de tránsito, tenemos reglamentos en los lugares de trabajo y hasta normas no escritas que se hacen obligatorias por la costumbre, como las de urbanidad, entre muchas otras.
Generamos todas esas reglas para mantener el orden y persuadir a los potenciales transgresores fijando consecuencias negativas por desatenderlas, que van desde el rechazo social, hasta las más severas formas de castigo, como la pérdida de la libertad y en algunos casos, la muerte.
La introducción que antecede es para resaltar que no consideramos justo el ser castigados sin ser previamente advertidos de estar obrando mal; nos desagrada ser sancionados cuando se nos acusa de cometer una falta, cuando se actúa plenamente convencido de estar obrando debidamente.
Por lo anterior, a nivel del derecho se ha desarrollado un principio que se conoce como el debido proceso, éste, entre muchas garantías, establece que toda persona que se enfrenta a una acusación y un proceso judicial, sólo puede ser castigado por una conducta calificada como delito, siempre que exista una norma que previamente así lo establezca y aunque el concepto suele asociarse al derecho penal, en realidad lo reclamamos constantemente para todas las áreas de nuestra vida; por ejemplo, no se le llama la atención a un niño de un año por comer con las manos y derramar los alimentos por todas partes, ya que es muy pequeño para conocer las reglas de comportamiento en la mesa, sin embargo, un niño de siete años a quien ya se le enseñó a usar los cubiertos, será sujeto de un llamado de atención; a nivel laboral quien teniendo un horario, lo incumpla, será amonestado, etc.
Es muy emocionante encontrar en la palabra de Dios el respeto a este principio que consideramos humano, tan claramente visible desde el comienzo, pues en el génesis de la historia de la humanidad, el Señor da un mandato muy específico a Adán y a Eva: – De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás– hasta ahí se lee claro un mandato, una norma, una regla para poder permanecer en el huerto creado por Dios, significaba casi que una enorme señal de “prohibido el paso”, frente al árbol plantado en medio del huerto; reglón seguido, Dios expone con total claridad la consecuencia que acarrearía el transgredir la norma: porque el día que de él comieres, ciertamente morirás– El hombre no debía cruzar la luz en rojo, pero desatendido el mandamiento, no hay marcha atrás, pues una vez se da la desobediencia, no queda más remedio que juzgar la conducta conforme se dijo previamente que sería hecho, así, la muerte espiritual del hombre no es otra cosa que un juicio de Dios al pecado original, para el cual se siguió este principio al pie de la letra.
Existía un mandato previo que fue transgredido, así mismo, fue anunciada la consecuencia que se aplicaría, hubo oportunidad para presentar una defensa, pues antes de ser expulsado Dios dio la oportunidad a Adán de dar una explicación a sus actos para finalmente, recibir el castigo.
Lo increíble y más maravilloso de la historia, es que aunque podría pensarse que a la fecha continúa el castigo, pues no estamos en el paraíso que fue creado inicialmente, alguien pagó esa pena de muerte, Jesucristo, pero con su muerte nos justificó ante el Padre y una vez resucitado, resulta ser nuestro abogado, ¿qué más garantías podemos pedir?
Ni siquiera podemos pensar que nuestra permanencia en la tierra se debe a una libertad condicional, sino que tenemos libertad plena pues fuimos redimidos, por tanto, como ex convictos que regresan a la sociedad, nos corresponde llevar una vida apartada del pecado para no regresar a la condenación, recordando que como se nos fue anticipado, “la paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor”.
Autora: María Fernanda Peña